martes, 19 de abril de 2011

La mirada del perro

Los animales nos necesitan igual que nosotros los necesitamos a ellos. Aunque nos cueste asimilarlo, son seres que sienten, que tienen sus recuerdos, que sufren. La única diferencia es la falta de una comunicación oral basada en palabras, pero hay tantas
Jesús Navarro Alberola
Hace un tiempo, viví­a una anciana de noventa años ella sola, en una enorme casa que un dí­a estuvo en mitad del campo. Toda la familia de la anciana habí­a desaparecido y únicamente quedaba ella, en su isla de paz, rodeada de edificios, como uno de esos capitanes de barco, viejos lobos de mar, que permanecen solitarios en el barco ante la inminencia del hundimiento. En la casa de campo, tragada por el bullicio de la ciudad y el trají­n de las prisas, conviví­an junto a la anciana un perro, una liebre y un canario. El veterinario al que la anciana visitaba con frecuencia veí­a cómo el esfuerzo de la mujer por traer a la clí­nica a su «familia» era cada vez mayor, por lo que resolvió trasladarse él mismo, sin gastos adicionales, y hacer la consulta en la preciosa casa, para de ese modo evitar el fatigoso desplazamiento que le suponí­a a la señora el trayecto a pie hasta la clí­nica.

Un dí­a, la anciana enfermó e ingresó en el hospital; el veterinario, consciente de la situación, le prometió cuidar del perro, de la liebre y del canario. Y así­ lo hizo. Cada dí­a, después de la consulta, iba a la casa a ver a los animales y luego iba al hospital para comentarle a la anciana cómo estaban. Esa era la única visita que recibí­a la mujer. Pocas semanas después, la anciana murió, dejando en su testamento como único heredero al veterinario, al que legó tanto sus animales como su casa y sus bienes, unos bienes millonarios.

Esta historia real, que tuvo como escenario la ciudad de Elx, muestra hasta dónde puede llegar el amor por los animales. El veterinario dio su cariño y su tiempo sin esperar nada a cambio. La anciana, por su parte, lo dio todo como pago de que le cuidaran lo que más querí­a.

De vez en cuando salen a la luz noticias como esta. Noticias de personas que aman a los animales, noticias de personas buenas, con gran corazón, que lo dan todo sin pedir nada más que una sonrisa y con la única gratificación de saber que la otra persona, con nuestra acción, será feliz. Pero no siempre sucede lo mismo. Todos lo vimos por televisión hace unas semanas. A las imágenes ni siquiera les hací­a falta la voz en off del periodista explicando el suceso. Nunca una imagen habí­a valido más que mil palabras. Y esas imágenes lo decí­an todo: un hombre apaleando a su perro. Esa noche, muchas cenas quedaron interrumpidas, muchas conversaciones se silenciaron. Apenas por unos segundos; pero suficientes. Ante esas imágenes, lo único que podemos hacer es guardar silencio. Y después actuar para evitar que se vuelvan a repetir. Es muy duro ver cómo el mejor amigo del hombre es maltratado de esa manera. No nos cabe en la cabeza el ensañamiento, esa clase de tortura gratuita dirigida al ser más indefenso, atado y sin posible escapatoria. El perro, por su parte, mantení­a agachada la cabeza, mirando al suelo, lanzando aullidos de dolor, con una actitud totalmente sumisa, mezcla de incomprensión y de tristeza. Y entonces, de tanto en tanto, levantaba el rostro y el objetivo de la cámara del videoaficionado captaba su mirada. En esa mirada, seguramente, vení­an incluidos todos los recuerdos pasados, quizá felices, aquellos instantes de algún otro tiempo en el que todo era distinto. Esa mirada del perro era la mirada del porqué. ¿Por qué el hombre pegaba al animal? Esa mirada, esa simple mirada llorosa, transformó aquella noche en una noche de pesadilla.

El maltrato hacia el indefenso nos mueve a actuar en su protección. Por desgracia, entre un maltrato y otro hay un juicio rápido y una multa. Eso es todo. Pero deberí­amos endurecer las leyes que castigan esas acciones, ya que no podemos olvidar que nosotros somos la única voz que tienen los animales. Ellos nos necesitan para que le pongamos voz a su injusticia, a su indefensión, a su impotencia. No obstante, es una voz que a veces se cubre por los aplausos y los ví­tores de una plaza de toros. Allí­, el animal, que está acostumbrado al sosiego del campo, se siente punto de atención, en el centro del ruedo, rodeado de gente, con el olor de su propia sangre mezclado con el olor a puro y a gomina para el pelo, con el tendido repleto de mantones de Manila y Rolex de oro. El valiente torero, embutido en su traje de luces, no tiene más que rematar la faena. Los veinte o treinta minutos que dura la matanza y el sacrificio del animal son el punto final al agobiante encierro que el toro ha sufrido en el corral, viajando a la plaza enclaustrado y saliendo al ruedo marcado, nervioso y sin saber qué pasa ahí­. La serie de pases para marearlo, las banderillas (tres pares) y la espada (casi un metro atravesándole el cuerpo) son simplemente el fin del proceso, un ajusticiamiento sin igualdad de condiciones que es una muesca más en el engranaje multimillonario del mundo del toreo. También como en esas imágenes del perro apaleado, el toro moribundo mira al torero y en esa mirada, también llorosa y enmudecida, se deja ver otra pregunta. ¿Hasta cuándo la tortura va a ser fiesta nacional? ¿Hasta cuándo vamos a tener que soportar esta horrorosa tradición, hoy en dí­a fuera de tiempo y de lugar?

¿Animales y hombres? ¿Hombres y animales? ¿Cuándo entenderemos que somos habitantes del mismo mundo? Sin superioridades ni inferioridades. Sin diferencias. Ellos nos necesitan igual que nosotros los necesitamos a ellos. Aunque nos cueste asimilarlo, son seres que sienten, que tienen sus recuerdos, que sufren. La única diferencia es la falta de una comunicación oral basada en palabras, pero hay tantas cosas que podemos decir simplemente con una mirada... Los animales de esa anciana de Elche, con total seguridad, se alegraban de ver llegar al veterinario que en las últimas semanas de su dueña se encargaba de ellos. Serí­a una mirada viva, llena de ilusión. La mirada del perro apaleado era otra; esa mirada mostraba la impotencia de no saber qué le ocurrí­a ni por qué. Parecida a la de los toros de cada domingo en cada plaza. La total indefensión ante la barbarie. La única solución está en nosotros, en nuestra mano, en el ejemplo que queremos dar a nuestros hijos y al mundo que vendrá. Un ejemplo que deberí­a ser claro y simple: que la única mirada que nos devuelva un animal sea el fiel reflejo de la que nosotros le ofrecemos, una mirada rebosante de amor, amistad comprensión.


Autor: Jesús Navarro AlberolaFuente: LEVANTE El Mercantil Valenciano

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